Confesión de parte, Poggi la verdad del caso

Un libro, dicen, es la extensión de la memoria y la imaginación. ¿Qué son entonces las palabras y las fotografías amontonadas en este libro que tú, amable lector, abres? Nada, en verdad, nada. Pero si lo lees y observas las fotografías te podrías dar cuenta que este es un volumen cargado de pasado y, desgraciadamente, de presente.

El domingo 9 de febrero de 1986, no se me aparecía como nada especial. El trabajo del periodista es efímero, pese a todo el esfuerzo que podamos poner en conseguir la noticia o llegar a ella, sabemos los que transitamos por este oficio, que lo que escribamos en la revista o en el periódico, pasará, así de simple, al olvido. A veces nos jugamos la vida en el empeño de llevar novedades o nos armamos de coraje, como los compañeros de CARETAS, y buscan que llegar allí donde los demás no llegan. Y más coraje para escribir lo que algunos no quieren leer. Satisfacciones y tristezas, pero ambos: el dolor y el placer, lánguidos. Duran un número.

Así, ese domingo 9 de febrero, luego de descansar en mi departamento de Santa Beatriz, me apresté a asistir a una función de cine, “Fuerza Siniestra”, era el título de la obra dirigida por Tobe Hooper. Mi colega y amigo, el crítico cinematográfico de CARETAS, Isaac León Frías, me había recomendado el film, no tanto – según recuerdo – por sus virtudes cinematográficas, sino como un palpable ejemplo de cómo las necesidades de horror y sangre de las mayorías del planeta estaban salvando a la industria del celuloide de lo que podría ser una precaria existencia. Viejos mitos como el de Drácula, Frankestein y los ladrones ingleses de cadáveres, mezclados con los “efectos especiales” contemporáneos llenaban las plateas, cumplían una función casi terapéutica y producían cuantiosas ganancias.

Llegué al cine, saqué mi entrada y saboreando un caramelo de menta me instalé en una butaca dispuesto a resistir con la menor cantidad de gestos esa mezcla de horror y ciencia-ficción. Uno ya está curtido.

Del gabinete mágico surgían monstruos absurdos y disparatados, vidas infrahumanas sirviendo de carne experimental para un rústico registro de individuos anodinos y vulgares que ejercían su manipulación en nombre dela ciencia de no sé qué planeta. Otro caramelo de menta y a seguir viendo la película, sin ninguna idea de que a escasos metros de la sala donde me encontraba, un psicólogo, Mario Poggi Estremadoyro estrangulaba a un hombre barbado y de modales finos: Ángel Díaz Balbín. Lo terrible es que la estampa era diseñada en las mismas dependencias del local policial: una habitación en la División de Homicidiosde la Policía de Investigacionesdel Perú, PIP, abriéndose así el episodio inicial de lo que especializados cronistas han dado en llamar "el crimen del siglo", pero que también podría calificarse como un capítulo más en esa inmensa crónica de la desdicha peruana.