Charlas con Salazar



Por Jesús Pinedo 

Al leer “Charlas con Soledad”, no se puede observar la rigurosidad del historiador ni del archivero que se llena de datos, fechas y lugares periodísticos. No es una recopilación de noticias, sino de minucias trascendentes, elevadas a ese pedestal precisamente por el talento de quien las fabrica. El periodismo, hasta hace dos décadas, podía transformar la hormiga en personaje. Puede hacerlo aún, aunque para ello se requerirían 10 o 12 Salazares. Por ejemplo, en uno de los textos aparece el poeta Juan Gonzalo Rose en un café y es, precisamente, porque Jorge lo elige y lo suscribe, sin necesitar de adornarse con versos del vate tacneño. No se analiza la obra literaria de Rose. A Jorge le basta, sobradamente, el hombre y la circunstancia. Con ambos tesoros, urde la nota y le da vueltas, como el gatito a la pelota de lana. Al final, supimos quién fue Rose y quién fue Jorge Salazar.

Además, el periodista se confiesa. Reconoce que escribir es la esencia, es el acto más puro del ser. Y comparte tan auténtica confidencia con el lector. Lo involucra al texto, a la charla y le va contando sobre el acto de morir o de seguir siendo siempre. En un par de textos Jorge se frena, como los toreros antes de la estocada, hasta titubea o le queda corto el papel, pero la faena ya se hizo. Salazar, hace del corazón y de la arteria dos religiones vívidas. Ese es el valor de estas “Charlas con Soledad” necesariamente leíbles e indiscutiblemente inolvidables para los que alguna vez las disfrutaron en su estreno. Y para los que no la leyeron en el papel periódico, ya salió, de los talleres de “Pilpinta”, esta edición mínima para un periodista máximo: Jorge Salazar, cronista, amigo y gourmet de la palabra.