Jorge Salazar: IN MEMORIAM

Jorge Salazar /Foto: Pável Ugaz
Por Carlos Sotomayor

La primera vez que lo vi no sabía quién era. Su imagen desgarbada, su caminar despreocupado y un cigarrillo entre los dedos que parecía ser parte de su propia estructura corporal atraparon mi atención de manera inmediata. Era invierno. Lo recuerdo bien. Él llevaba un abrigo largo, por debajo de las rodillas, que alargaba aún más su delgada figura. El patio de la universidad lucía húmedo, una leve garúa cubría la ciudad y a mí me parecía que aquel tipo, que debía ser profesor de algún curso de periodismo, era diferente al resto de anodinos docentes que nos atosigaban con inocuas peroratas teóricas. Tardé un poco en saber que se trataba de Jorge Salazar, el escritor y periodista que había escrito Poggi: La verdad del caso, un libro que yo había devorado con la febril voracidad de un lector entusiasta varios años atrás.

No llegó a ser mi profesor. El destino, siempre imprevisible, no lo quiso así. Y en lugar de un salón de clases, la sala de su casa en Pueblo Libre –atestada de libros– fue el escenario de sus enseñanzas, enmascaradas en amenas y entrañables charlas. Me fascinaba escucharlo. Allí, envueltos ambos en interminables humaredas de tabaco, con una copa de vino en la mano –cortesía de su siempre hospitalaria despensa–, mientras la tarde caía detrás de las ventanas. Coco, como solían llamarlo sus amigos, llevaba la conversación por territorios diversos: historia, fútbol, gastronomía, literatura, periodismo, mujeres.

Coco era amigo de mi padre y, sin embargo, curiosidades de la vida, casi siempre lo vimos por separado. Así nació mi afecto por él, además de la delectación con la que solía entregarme a la lectura de sus textos, como me sucedió con esa estupenda novela policial La medianoche del japonés, que leí completa, de manera casi ininterrumpida, durante una madrugada de escaso sueño. Recuerdo una vez haberlo visto escribir un artículo, sentado frente a la mesa del comedor, deslizando sus largos y delgados dedos por encima de las teclas de una máquina de escribir mecánica. Y mientras lo observaba en ese mágico ritual de atesorar las palabras, desee escribir tan bien como él.

Coco ya no está. Y como uno es dueño de sus recuerdos, eludo los últimos, aquellos enmarcados por el deterioro. Prefiero evocar su imagen durante aquellos años de mi temprana juventud, en su casa, hablando sin parar mientras iba y venía, siempre activo, con su sonrisa pícara y sus ojos vivaces, mostrándome algún extraño libro o simplemente relatándome algún episodio de la historia de Alianza Lima. Mi club; su club. Esos son los recuerdos que suelen hacer tolerables las ausencias.


  Diario Correo, jueves 19/06/08.